Perú. Equipo Entrepueblos: Agustina Daguerre García, Elena Fraile del Río
En el norte de Lima, por la carretera que lleva a las montañas, se encuentra Carabayllo, un distrito histórico de unos 300 mil habitantes, que gracias a los procesos de migración interna fue creciendo en extensión de manera errática e informal. Precarias viviendas construidas sobre lomas de arena por miles de familias que, desde los años 60 y 80, buscaban dejar atrás primero la pobreza y luego la violencia extrema generada por el conflicto armado interno.
Carabayllo, a pesar de la precariedad y al igual que otros distritos de la periferia de la ciudad, ha salido adelante por la fuerza de su gente organizada. Personas que trabajando en comunidad lograron poco a poco mejorar la situación de extrema precariedad de sus pobladores; luchando y exigiendo a gobiernos locales y nacionales de turno el acceso a servicios básicos en esta zona de accidentada geografía cercada por el río Chillón.
En 2017, fruto de esa tradición de vecinos y vecinas preocupadas por el bien común de su distrito, ocho organizaciones sociales de base decidieron unirse. Nacía entonces la Red de Mujeres Organizadas de Carabayllo, una alianza que trabaja por la mejora de la calidad de vida de las mujeres y de su posición en la toma de decisiones sobre sus derechos y situaciones de violencia que enfrentan.
Solo las cifras de 2020, cuando se produjeron 135 feminicidios, 97.926 casos de violencia y 5.521 mujeres desaparecidas, dan cuenta de la grave situación a la que se enfrenta la Red. Eso teniendo en cuenta que las denuncias son ínfimas en relación a todos los casos que se producen. Según datos de Endes de 2019, sol 289 de cada 1.000 mujeres agredidas físicamente acudieron a alguna institución en busca de apoyo. El dato no extraña: ¿quién quiere acudir a un sistema que revictimiza, descree e incluso culpabiliza a la propia víctima?
En un contexto donde cada espacio vacío es ocupado a una velocidad vertiginosa por iglesias de todo tipo con las que disputamos el sentido de palabras tan importantes como vida, familia o comunidad, la apuesta de estas mujeres organizadas en red para prevenir las violencias es un paso fundamental para fortalecer un tejido social profundamente dañado por las lógicas del neoliberalismo, y la ceguera estatal hacia los problemas que atentan contra la vida misma.
Frente a ello, “¿puede ser el feminismo o los feminismos una respuesta real para el día a día de las mujeres peruanas o, por el contrario, dejaremos que el apoyo comunitario llegue atravesado de nuevos mandatos de sumisión, fundamentalismos, control de nuestros cuerpos?” Esta pregunta enunciada por el equipo de la organización feminista peruana, DEMUS– Estudio para la Defensa de los Derechos de la Mujer y la Asociación Kallpa-, fue el germen que dio sentido a la alianza de Entrepueblos, Aieti y Enraiza Derechos, en el marco del Convenio de AECID: Por el derecho de las mujeres, adolescentes y niñas a una vida libre de violencias, que desde el año 2019 trabaja en este barrio periurbano de Lima Norte (además de en Acomayo, zona rural de la región de Cusco).
La pandemia
Es marzo del 2020 y ante nuestra incredulidad inicial frente al paciente cero peruano, de un día para otro acabamos confinadas sin entender muy bien lo que está ocurriendo en el país. Las alas de ¿un murciélago? aletearon en Wuhan a cientos de miles de kilómetros y desencadenaron una crisis sanitaria letal para todo el planeta. Según los datos oficiales, el Perú ocupó, la mayor tasa de mortalidad en Sudamérica al finalizar el 2020[1]. Con su sistema de salud colapsado, con personal médico, paramédico, de fuerzas policiales y militares sin equipos de protección personal, con una crisis de suministro de oxígeno, sin respiradores mecánicos, sin Unidades de Cuidados Intensivos… el coronavirus puso en evidencia los graves problemas que el Perú escondía detrás de sus cifras macroeconómicas. Uno de los países con mayor desigualdad en Latinoamérica, con un sistema de salud precario y al borde del colapso. En Perú, la inversión pública en Salud es del 3,2% del PIB, la mitad de lo que se invierte por ejemplo en Uruguay o Costa Rica y la tercera parte de lo que se invierte en Cuba.
Por si fuera poco, de acuerdo con el índice elaborado por la Universidad de Oxford, Perú fue uno de los países del mundo que impuso medidas de distanciamiento social más estrictas para hacer frente a la pandemia. Desde esta Lima cerrada a cal y canto, más allá del miedo al contagio, nos quitaba el sueño imaginar los miles de mujeres obligadas a convivir con sus agresores a lo largo de cuatro ininterrumpidos meses que duraría la primera fase de inmovilización social obligatoria. Ante la imposibilidad de desplazarnos a los territorios y comunidades solo nos quedaba difundir los canales de denuncia del Centro de Emergencia Mujer, aún sabiendo que era insuficiente; estaban colapsados y no podían atender al teléfono o responder a conversaciones de chats. El Ministerio de la Mujer, a través de su línea de atención telefónica, recibió cerca de 235.791 llamadas de casos de violencia de género, de las cuales un 25% las hicieron niñas, niños, adolescentes. La sensación de impotencia fue enorme.
Las ollas comunes
Aunque la mayor parte de la población acató las normas de inmovilización, un elevado segmento, altamente dependiente de ingresos generados a diario, solo pudo cumplir las normas de manera parcial. El 57% de la población señaló tener fuertes problemas económicos debido a la falta total de ingresos, pese a los esfuerzos del Gobierno peruano por distribuir subsidios a las familias más necesitadas. Apoyo que, de llegar, eran insuficientes para sortear el hambre y las necesidades básicas de la población más empobrecida.
Pero las mujeres no se quedaron paradas. Nunca lo han hecho. Ante la inoperancia del Estado, cientos de ellas se organizan en barrios para hacer frente al hambre que asolaba al pueblo. Durante la pandemia solo en Lima la sociedad civil organizada impulsó 762 ollas en 31 distritos de Lima. 87.000 personas lograron beneficiarse de ello y, por tanto, hacer frente a la crisis alimentaria.
Las mujeres de la Red de Carabayllo son el motor en este distrito de Lima Norte, ellas ponen el cuerpo y la fuerza de trabajo para sacar esta inmensa tarea adelante que son las ollas comunes en los asentamientos de Torreblanca, El Mirador y Andy. Mediante colectas, desbordaron el confinamiento doméstico para cocinar en común y alimentar a familias hacinadas en casas sobre las que ondeaban banderas blancas con las que anunciaban la falta de comida.
“Para tener un alimento con dignidad, en solidaridad se han juntado estas mujeres” cuenta Fortunata Palomino, dirigenta de la Red de Mujeres y de la Red de ollas de Lima en un pequeño cortometraje que retrata y da voz a las protagonistas de la historia.
Las endebles casitas donde se cocina a leña para alimentar a 180 personas al día se han convertido también en un espacio seguro para compartir, identificar y acompañar los diferentes casos de violencias que muchas de ellas viven. Aire fresco frente las medidas de inmovilización social obligatoria. “Nosotras estamos organizando talleres en todas las comunidades de Carabayllo para prevenir la violencia contra la mujer porque los feminicidios no paran, nos siguen matando” recuerdan Fortunata y Carmen Ramírez.
Es indudable que la pandemia ha agudizado la situación de desprotección económica de las mujeres; ha acentuado la división sexual del trabajo, recargando a las mujeres con más trabajo de cuidados, sostenido de manera gratuita y autogestionaria. Frente a esta situación DEMUS, las mujeres de la Red y las ollas se movilizan en concentraciones, pasacalles y banderolazos para interpelar al Gobierno. Quieren saber si la nueva normalidad seguirá sosteniéndose a costa de la fuerza de trabajo de las mujeres. Exigen debatir sobre la importancia de dotar a las ollas de un presupuesto sostenido y adecuado, y de garantizar un sistema nacional de cuidados.
Una campaña para transformar imaginarios
En noviembre de 2020, seis meses después del inicio de esta crisis, nos damos cuenta de que necesitamos ir un más allá. Necesitamos repensar nuestras posibilidades para hacer ruido y generar impacto por encima de movimientos peligrosos que cuestionan los derechos de las mujeres. Cuando preguntamos a las mujeres del norte de Lima y del interior de Cusco, cuál era la principal barrera que encontraban en sus vidas para enfrentar las situaciones de violencia de género el “miedo” apareció en todas las respuestas. Miedo a perder a sus criaturas, miedo a no tener un techo donde vivir, miedo a sufrir represalias, miedo a la violencia sexual, a ser juzgada por el entorno, a ser revictimizada por el sistema.
Siglos de represión y dominación patriarcal habían logrado que el miedo atravesara los cuerpos de las mujeres; una emoción reactiva que, aunque ayuda a protegernos ante situaciones de peligro, también paraliza, inmoviliza, nos hace pequeñas, perdiendo en ese mar de sensaciones atenazantes nuestra capacidad de agencia para romper cadenas, para dar paso a vidas nuevas.
Eso nos llevó a buscar un lema para prevenir las violencias machistas y transformar los imaginarios que la reproducen y la sostienen. Fue la comunicadora afroperuano Sofía Carrillo, quien en una de nuestras reuniones pronunció la frase “Vivir sin miedo es nuestro derecho”. Y así nació esta campaña que busca parar la violencia contra las mujeres en Perú con poder, alegría, sororidad y música. Así se creó la canción Mujer montaña que, de la mano de artistas peruanas, hace referencia a las montañas de Acomayo en Cuzco y los cerros de Carabayllo en Lima, al mundo andino, a la migración, a esta idea que soñamos germinar: que las mujeres juntas podemos hacerle frente a todo, que allí donde el Estado no llega las mujeres organizadas podemos parar y poner freno a la violencia.
La voz de Susana Baca, cantante afroperuana, ex ministra de cultura y ganadora de un premio Gramy, retumba en la habitación y nuestro corazón se estremece escuchando las voces de estas mujeres coreando: “Si tocan a una nos tocan a todas porque despertamos, ya nunca más solas”. No hay duda que el arte es un gran vehículo para cambiar imaginarios, y los rostros reales de estas potentísimas mujeres que desde Carabayllo y Cusco sostienen la vida cada día, se comen la pantalla y demuestran que es posible. Esta canción constituirá poco después, un hito en este camino que emprendimos junto a Demus y Kallpa, la Red de mujeres organizadas de Carabayllo y la Red Kuskaya de mujeres de Acomayo.
Feminizando la famosísima frase del poeta César Vallejo, podemos decir que “aún queda mucho por hacer, hermanas”. Las caravanas y acciones feministas llegan a los territorios para seguir dando vida a estos procesos que se construyen de a poco, en diálogo y desde abajo. “Ya nunca más solas”.